12 marzo 2010

UN 11 DE MARZO

Mire que pasaron cosas un 11 de Marzo: Se casaron Romeo y Ju­lieta (según Shakespeare) con la anuencia y ayuda cómplice de un cura, el fray Lorenzo que al final de la historia termina contando la verdad de la milanesa, y los Montesco y los Capuleto hacen las pa­ces y colorín colorado, nunca más vuelven a ser enemigos ni rivales. Reíte de Migré o de Cascallar.

También nació un genio universal llamado Astor. Se llamaba Astor Pantaleón Piazzolla, nacido el 11 de marzo de 1921 en la ciudad de Mar del Plata, y pasó la infancia entre Buenos Aires y Nueva York (menos en la primera que en la segunda ciudad). Y el resto lo pue­den encontrar en el más del millón de sitios (no exagero) que apa­recen en tu pantalla cuando en el Google ponés Piazzolla.

Pero de quien quiero hablar es de un tipo que no tiene tantos accesos directos en un buscador de la web, pero que no pasa un día sin que lo recuerde. Tampoco exagero. No es este un llanto sensiblero. Lo recuerdo cuando cocino (según él, todo lo que se de hacer asados se lo debo a su paciente pedagogía), cuando hago pasteles, esos que el resto del mundo "llama empanadas fritas", por la discusión que se armaba cuando hacíamos juntos el picadillo, “pino” le llamaba él, y diferíamos en el uso del comino. La cosa era si debía llevar comino el picadillo o si no. Hasta que surgió una frase que yo se la achaco a él pero probablemente la haya acuñado yo inspirado en Carlos Di Fulvio (“mi libertad es como el aire / si falta, se hace notar”) y se la atribuya a el movido por el cariño. El agradecido cariño que le pro­feso a mi compadre Chito que hoy cumpliría (cumple para el Yayo y yo, los dos hermanos) 62 años. La frase referida al comino: “del comino se debe notar su ausencia”. es, de cualquier modo, un buen consejo culinario.

Un tipo que, cuando tuve que enfrentarme con la soledad por la muerte de la madre de mis hijos mayores, no faltó un solo día a la cita que se había autoimpuesto de hacerme compañía aunque fuera para tomar “dos mates”. El resto de lo que puedo explayarme son sólo cotidianidades de las que conversábamos. Simplezas que no aportan pero que mantienen viva la memoria de mi querido compa­dre, del cual estaremos festejando su cumpleaños hoy con el otro her­mano engullendo unos pasteles y levantando nuestra copa para brindar por la eterna salud con que habrá de acompañarnos hasta que a nosotros mismos nos toque “irnos a las duchas”.

Ahora les ofrezco un cuento de Eduardo Sacheri que, honestamente lo elegí al azar y me parece que fui ayudado por alguna mano, por algún duende escriba, por que es uno de los cuentos más lindos que he leído de fútbol y por que me he emocionado cuando leí que López, el personaje del cuento era medio "retacón".

ULTIMO HOMBRE

López había cumplido siempre. Había ganado y perdido, cosa por cierto evidente. Pero jamás había abandonado su puesto. Jamás había sacado el cuerpo por cobardía. Jamás había te­mido hacer un sacrificio. Era un back enérgico y silencioso, lector de buenos libros. No le molestaba jugar de último hombre. Ni que la pelota estuviese, en sus pies, eternamente de paso. Hacía el quite, buscaba con la mirada a los vocife­rantes mediocampistas, y se la sacaba de encima con algo de premura y una cierta mácula de torpeza. No se sentía menos por ello. Sabía que, sin su presencia allí, en el fondo, el equipo podía venirse en picada, por más que los delanteros se florearan con toques y gambetas. ¿No había sido una catás­trofe, acaso, aquella segunda rueda el otro año, cuando él había estado parado por la operación de meniscos? Al técnico casi lo internan del disgusto: los contrarios se hicieron festi­nes memorables. La defensa, sin él, era un colador endemo­niado, un puente cándido por el que podía pasar hasta una anciana en muletas y llegar cara a cara con el arquero. De modo que, aunque a veces le produjera cierto hastío el des­dén de los volantes, la cómoda pereza de los delanteros, la pegajosa y algo inútil admiración de los laterales, López era un hombre en paz.

La noche definitiva era una de esas noches en las que llueven lluvias mansas, parsimoniosas, leves y frías. Irían, cuanto mucho, veinte minutos del segundo tiempo. Cero a cero, tra­bado en el medio, cosa natural en dos equipos jugados al empate en el afán de sacarle el cuello a la guillotina del des­censo. López hacía lo suyo. Trababa. Ordenaba. Sometía al árbitro al consabido rosario de jeringueos y reproches.

La hecatombe no se anunció a través se señales contunden­tes. Simplemente se inició cuando López salió a cortar una pelota dividida con el siete contrario, un jovencito rápido y atrevido, que siempre amagaba por adentro y salía por afuera. López no se inquietó, aunque su rival llegó a bajar la pelota un segundo antes que él cortara. Lo dejó en cambio detenerse en seco, hamacarse, sobrarlo. Y cuando el otro por fin disparó por afuera, López se lanzó a la pileta húmeda del lateral con la certeza de que sus 95 kilos serían suficientes para trabar el balón y proyectar al jovencito hacia los carteles del costado.

Cuando se incorporó, la pelota descansaba junto a su botín izquierdo. El otro yacía, aturdido, en un charco cercano al banderín del córner. Había cumplido según el manual del perfecto zaguero, y algunos aplausos regados desde la grada semidesierta le entibiaron el alma. Faltaba únicamente bus­car con la mirada al tres o a algún volante, para que abrieran el juego. Pero entonces pasó lo que nunca había pasado an­tes. López bajó de nuevo los ojos. Vio sus pies embarrados, su rodilla raspada, sus medias bajas, y la pelota brillante, reluciente. Los gritos desde el medio le llegaron de inmediato, pero López decidió que debía esperar a que algo terminase de tomar forma dentro suyo. Tal vez el nueve contrario advirtió sus vacilaciones, porque se le vino al humo con la lengua afuera para atorarlo en su torpeza. López llegó a oír que el técnico le gritaba que la colgara, que la colgara, pero en lugar de obedecer no pudo evitar bajar de nuevo la cabeza y volver a verla, como nunca hasta entonces, hasta enamorarse de ella hasta el último rincón de su alma. Entrecerró los ojos. Inspiró profundamente. Oyó con una nitidez absoluta el ga­lope tendido del delantero, notó su respiración agitada, le vio la codicia ególatra que siempre lle­van en el rostro los delante­ros.

Nunca supe lo que López sintió en ese momento. Yo supongo que fue una súbita intuición de la negritud insoslayable de la muerte. De hecho, cuando el contrario se le tiró a los pies, López hamacó sus 95 kilos, balanceó su cadera inexperta, y dejó que el botín acariciara levísimamente la pelota. A los treinta y tres años Juan López acababa de tirar un caño en el borde del área. El técnico escupió el pucho y le gritó que la largase. López lo contempló sin prisa y sin cariño. Cuando adelantó el balón y se lanzó tras él al trote, lo había olvidado para siempre. Llegó hasta el mediocampo sin que le salie­ran al cruce. El único estorbo eran los gritos de los suyos, que sin comprender el milagro se la pedían como si tal cosa, como si él no fuese capaz de avanzar con la cabeza en alto, con el gesto sereno, con una libertad indómita que le nacía en el vientre y lo invitaba a seguir yendo.

El técnico, fuera ya de sus cabales, lo insultaba en escalas polícromas y lo conminaba a largarla y a volverse. El iluso no sabía que López corría irrevocable a su destino, o al menos a uno de todos los destinos que habitan la vida de un hombre. Cuando al fin le salió el volante central López le amagó por dentro y se le escabulló por el callejón del diez. Pero en su apuro inexperto la tiró algo larga, de modo que el ocho de ellos se le vino al humo, seguro de llegar primero. Para en­tonces el técnico acababa de cruzar el umbral del descon­suelo. López había pasado a dos contrarios, pero había me­tido tal desbarajuste en los relevos que nadie sabía donde cuernos pararse. No estaban listos para eso. López nunca había subido. Retacón como era, no servía para ir a buscar los centros. De modo que el otro central trataba de acomodar a los dos laterales, en la seguridad de que el contraataque era inminente y los iba a agarrar papando moscas; mientras los volantes chillaban pidiendo una pelota ya definitivamente perdida.

Pese a todo, y cuando el marcador se lanzaba con los botines de punta, López adelantó la diestra con la presteza de un de­lantero consumado y empujó con lo justo el balón un metro escaso. Sintió el dolor inconfundible de un tobillo aplastado bajo los tapones del rival, pero ni siquiera sopesó la posibili­dad de detenerse. Ahora corría cerca de la raya, y de vez en cuando la alejaba de la línea con sutiles toques de una zurda que hasta entonces le había servido sólo para apretar el em­brague. Eufórico, seguro de sí, estiró el brazo derecho, seña­lando la extensa pampa abierta a las espaldas del marcador de punta. «Carucha» Pontón, el win izquierdo, le entendió la seña y salió disparado. López, sin mirarlo, le puso una pelota inaudita con la cara externa del pie derecho, para que la bola pasase por fuera del marcador e hiciese la comba volviendo hacia la cancha, justo a tiempo para que Carucha la cazara, al vuelo, y picara hasta el fondo bien habilitado.

Por primera vez en su vida, López encorvó el cuerpo y se lanzó en velocidad hacia el área. Uno de los centrales le hizo el honor de pretender sacarlo con el cuerpo. Pero López no era uno de esos contrahechos que suelen jugar de nueve para no transpirar ni despeinarse. Se lo sacó de encima con un par de forcejeos del brazo izquierdo. Mientras seguía lanzado en su carrera entendió que había elegido bien a quién lanzar el pelotazo: Carucha, Dios lo bendiga, estaba llegando al banderín y sacudiendo la cabeza buscándolo a él, a López, al seis, al último hombre de toda la vida, para que la mandara guardar de una buena vez por todas. No buscaba a esos amargos seudo infalibles de corazón tibio que se consideran elegidos para el terso destino de la delantera. No, nada de eso. Lo buscaba a él, a López, al burro de carga, al percherón del lechero, para que tentara el destino de convertir un gol de hazaña.

Deslumbrado, como un recién nacido, López cruzó como una exhalación la medialuna del área. Dio dos pasos y se elevó en el aire. Sintió las gotas de lluvia en el rostro. Sintió la luz de los flashes. Sintió la bocina de un tren que pasaba por detrás de la popular visitante. Y sintió la caricia abrupta del balón impactándole en la frente, abandonándolo rumbo al arco, dejándole una mancha de barro sobre la ceja, cerrándole para siempre la puerta al miedo y al olvido. Termino mi relato aquí, temiendo que algún lector futbolero se sienta defrau­dado al desconocer el destino final del cabezazo. No voy a re­matar la historia apuntando si el balón se colgó de un án­gulo, o si salió ocho metros por encima del travesaño. Si me explayo en esa materia estaré distrayendo la atención hacia un detalle intrascendente. Lo inolvidable, lo sagrado para mí, que estuve presente en la noche final en que López decidió cortar la soga, es su imagen al volver desde el área contraria. Sereno. Feliz. Altivo. La camiseta fuera del pantalón. Las me­dias bajas. El barro en las pantorrillas. Y una mirada ab­sorta, emocionada, enternecida en la intuición de su libertad recién alumbrada. Una mirada sin destino fijo, apoyada en todo caso en un punto cualquiera del horizonte; de esas que los hombres sólo usan para mirarse a sí mismos.

De “Esperándolo a Tito y Otros Cuentos” de Eduardo Sacheri


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