28 septiembre 2012

UN "BANDIDO" CHILENO


Tengo la manía de no contestar cuando se me pregunta en qué libro estoy trabajando o cuáles son mis proyectos para el futuro. La experiencia me indica que cuando se habla mucho de algo antes de hacerlo se corre por lo menos un riesgo gra­ve: es el de no hacerlo.
Cuando yo era un poeta muy joven (sólo tenía dieciséis años) encontré un hermosísimo título para un largo poema que anuncié profusamente. Aquel título fue muy aplaudido por mis jóvenes compañeros de poesía. Pronto lo dieron por un hecho. Luego me felicitaban por mi gran éxito. Yo me acostumbré a recibir aquellos elogios. Qué necesidad había, pues, de escribir esos versos? Y allí se quedó ese título solita­rio, sin ningún verso escrito debajo, por cuarenta y seis años seguidos.
Todo esto para decir que ahora sí puedo hablar de lo que he estado haciendo en estos meses de verano en la costa de Chile. Puedo hablar porque ya está hecho. Es un largo poe­ma. Esta vez tengo todos los versos y lo que me falta es el título.
Se trata de una historia romántica y de brillante color, aunque todo termina en el oscuro color del luto.
Sucede que cuando se propaló por el mundo la noticia del oro en California una muchedumbre de chilenos se trasladó a California en busca del oro. Salían de Valparaíso, que era en­tonces el puerto más importante del Pacífico Sur. Eran mine­ros, campesinos, pescadores, aventureros. Sintieron la atrac­ción violenta de aquella deslumbrante aventura. Se habían acostumbrado a vencer en Chile las dificultades de una tierra pobre y áspera.
Lo curioso es que estos chilenos llegaron antes que los norteamericanos al sitio del oro. Parece extraño, pero los yanquis debían atravesar el continente en lentas carretas. Los chile­nos, en sus barcos de vela, llegaron más pronto.
Entre ellos llegó el famoso Joaquín Murieta, el más famo­so de los bandidos chilenos. Pero fue simplemente un bandido, un fuera-de-la-ley?
Éste es el motivo de mi poema.
Murieta fue afortunado. Encontró oro, se casó con una compatriota, y mientras seguía buscando con duro esfuerzo nuevos yacimientos sobrevino la tragedia que cambió su vida.
Mexicanos, chilenos, centroamericanos, vivían en los ba­rrios pobres de los poblados que se desarrollaban como hon­gos junto a San Francisco. Allí se oía de noche la palpitación de las guitarras y las canciones del continente moreno.
Pronto esta abundancia de extranjeros, de oro, de cancio­nes y de alegría suscitó la violencia. Los norteamericanos for­maron asociaciones de guardias blancos que se descargaban de noche sobre estas viviendas, incendiando, arrasando y ma­tando.
Sin duda, allí nació la idea del Ku Klux Klan. Porque el mismo frenético racismo que los distingue hasta hoy tenían aquellos primeros cruzados yanquis que querían limpiar Cali­fornia de latinoamericanos y también, lógicamente, meter mano en sus hallazgos. En una de estas razzias fue asesinada la mujer de Joaquín Murieta.
El chileno estaba lejos de allí y cuando regresó juró ven­garse.
Desde aquel momento las humillaciones y asaltos de las bandas racistas no quedaron impunes.
De noche, la banda de vengadores salía a cazar norteame­ricanos y cayeron éstos desgranados cada vez que se encon­traron con Murieta y sus hombres.
Durante más de un año esta guerrilla secreta combatió como pudo, y, según la leyenda de los bandidos generosos, robó al rico para dar al pobre, es decir, devolvía a los desvalijados lo que habían tomado de los desvalijadores.
Joaquín Murieta murió en su ley. Cayó en una escaramu­za, acribillado a balazos. Su cabeza cortada fue exhibida en la feria de San Francisco y se hicieron ricos los empresarios que cobraban por ver aquel triste trofeo.
Pero, Murieta, o bien la cabeza de Murieta, cobró una nueva vida. Se hizo una leyenda que aún recorre, después de cien años, la memoria de todos los pueblos que hablan el es­pañol. Muchos libros, muchas canciones, muchas poesías po­pulares, mantienen vivo su recuerdo. Los norteamericanos le dieron el título de bandido. Pero la palabra bandido se enno­bleció en el recuerdo popular y se pronunció, cuando se trata­ba de él, con reverencia.
Su sitio de nacimiento se lo disputan México y Chile, aun­que yo lo doy por chileno. En la niebla de la leyenda fabulosa los argumentos van y vienen, pero Murieta fue chileno.
Me gustó este tema por la contradicción de razas y por ese cúmulo de codicia y de sangre que rodea la verdad o la le­yenda.
Por eso he dedicado con alegría muchas horas de este verano a recordar esta extraña vida y a cantar estos acontecimientos lejanos en el tiempo.