Quizás sea algo que se me ocurre sólo a mí, una imagen que tengo incorporada, pero me parece que esos primeros años eran en blanco y negro. La tele, los diarios, hasta Mary Quant habría de diseñar en esos contrastes de blanco y negro. El color vino después, ya por la época en que fueron apareciendo los hippies, el flower power, el paisaje verde de la selva en Vietnam y algunas sustancias que, por entonces, nos asustaban – pero a no apurarse, ya llegaremos a esto.
Al principio de los ’60 todavía era yo un pendejito – entré en el secundario recién en el ’64 – hasta ese momento lo único que me interesaba era que tenía un televisor (de 23 pulgadas!) lleno de dibujitos de Huckleberry Hound, los Picapiedras, el oso Yogui, el león Melquíades (huyamos hacia la derecha), los Supersónicos y Bugs Bunny… y las series. Una vez por semana y en general de media hora. Locura total, nos las sabíamos todas: personajes, paisajes, conflictos. Camino a la esquizofrenia, entre Virginia City y la Plaza de Mayo, donde florecían las proclamas contra Frondizi, hasta que lo echaron… pero yo qué sabía de todo eso?
Estaba Jim de la Selva (con Johnny Weismuller), El Niño del Circo (con el que después fue de los Monkees), Randall el Justiciero (Steve McQueen), Markham (Ray Milland), Peter Gunn, Bronco, Ivanhoe (Roger Moore), Dick Van Dyke, Pero es Mamá quien Manda, Papá lo sabe todo, El Soltero Feliz (Bob Cummings), El Cisco Kid, El Llanero Solitario, Mike Hammer (“chiquita…”), Superman (que se terminó tirando en serio de un edificio), Ballinger de Chicago (Lee Marvin), En la Cuerda Floja (que llevaba la 38 cortita en la cintura, a la espalda… era un vivo bárbaro), Yo quiero a Lucy, Loretta Young, Alfred Hitchcock, Los Acuanautas, y la mejor: Dimensión Desconocida.
Después estaban las de una hora, con historias más serias: Perry Mason (Raymond Burr), Laramie (con el tío Jonsey), La Ciudad Desnuda (hay 8 millones de historias…), Ajedrez Fatal, Bonanza, La Ley del Revolver, 77 Sunset Strip (Kookie tenía un peine en el bolsillo de atrás y un jopo rubio… todos llevábamos un peinecito, pero no éramos rubios), Ben Casey, Caza Submarina (Lloyd Bridges, ese que después tuvo dos hijos que tocaban el piano y la Pfeiffer se les subía, de rojo, al piano, a cantar.. un infierno), Revolver a la Orden, Doctor Kildare. Y mil más. Iré agregando las que me acuerde.
Y el doblaje, esas palabras (qué era la cajuela del carro?), ese sonido… ¿no han intentado ver Los Picapiedras en el inglés original? Nada nada… Pedro y su “¡¡Vilmaaa !!” tenía otro sonido. Con la barra pasábamos directamente del mendocino básico huón, al español neutro (no tan neutro) portorriqueño bonanzeño, dependiendo de si comentábamos de Boca del ’62, o si teníamos que decirle a alguno: “Johnny, te llenaré de plomo”.
Cuando aparecía una serie nueva, al otro día nos juntábamos con la barra a jugar – estábamos a medio camino, indecisos entre la pelota y los revólveres y los bailes y el cigarrillo; no terminábamos de soltar la niñez para empezar a tantear la adolescencia; como si en ese momento supiéramos lo que nos pasaba – bueno, pero estábamos con la serie nueva… nos juntábamos y ahí había que ser rápido, porque la cosa estaba en cantar primero: “yo soy tal”… o sea, por ejemplo, estrenaban Los Rangers de Texas y había que cantar “yo soy Jace Pearson”, que era el protagonista, el “muchacho”. Entonces el personaje le correspondía al que cantaba para siempre en los juegos de la barra. Si uno se dejaba madrugar estaba listo, se tenía que conformar con algún segundón, que no era ni por asomo el héroe del asunto, el de los revólveres plateados. Los de segunda fila sólo acompañaban, ayudaban al “muchacho”. La regla era de oro, se respetaba a rajatabla: el que cantaba se lo quedaba. Inamovible. Por ahí se podía hacer alguna negociación, algún préstamo de personaje por un par de días, o algún cambio (como con las figuritas)… del tipo de “te cambio el Llanero por Randall y Jim Davis (de Brigada 8)”… “eeeh, es mucho”… pienso, pienso… y al final “bueno, dale”.
Y a jugar. Por ahí hacíamos un impasse al lado del zanjón (de contrabando, porque a mí no me dejaban ir) para fumar unas vainas como de algarroba, largas, finitas, no sé cómo se llaman pero las reconocería en cualquier parte, o para ver pasar a las pibitas que ya nos complicaban las hormonas y eran las que (sin saberlo) más nos empujaban hacia el crecimiento. Pero volvíamos al juego, los tiros, la gran aventura… pero también a buscarlas con la mirada… indecisos.
Continuará…
Walter.