La conmemoracion de la Pachamama es, probablemente, la más popular de las creencias mitológicas del ámbito incaico que aun sobreviven con fuerza en algunas regiones del Noroeste Argentino y muy especialmente en Jujuy. La difusión del mito usa como vehículo las lenguas quichua y aimara. Cuando llegaron los españoles, la Pachamama ya era una leyenda en el folklore incaico, lo cual indica que su origen hay que buscarlo en las comunidades agrícolas del occidente sudamericano.En el cuento que sigo explico brevemente algunos de los rituales. El cuento se llama SOCAVÓN y es, de algún modo, autobiográfico. Los personajes tiene nombres de personas muy queridas.No pregunten más.
Sobre
el atardecer doblaron la última curva para enfrentarse con un exiguo
poblado en el que se mantenían a duras penas algunas casas en pie. La
pálida luz naranja emanada de un sol escondido hacía rato entre los cerros
aportaba lo suyo al ambiente tristón del paisaje.
El
pernicioso viento, testigo eterno de todos los gestos, de todas las situaciones,
había ido socavando las bases de las casas, volviendo al polvo lo que de el
barro naciera. Los adobes regresaban a su origen por obra de sus ráfagas,
retornando al paisaje las ruinas aquellas donde se enseñoreaba mostrando su
triunfo.
Los
esperaba un hombre hosco, parado de manera tal de ser visto fácilmente. Las
piernas separadas le otorgaban una sólida firmeza de columna, apoyadas en
una tierra protegida como a una mujer, a la cual trataba de sacarle el fruto
de sus entrañas y era, a su vez, poseído y poseedor.
Los
ocupantes del vehículo se miraron entre sí. Uno había sido un ganapán, un
sieteoficios. Aprendiz de panadero, operador de radio, remisero. Devino
periodista al recibirse con grandes esfuerzos, resultando un comunicador
social por excelencia.
Habían
viajado toda la noche para ir en busca de uno de esos pueblos perdidos,
abandonados que crecieron alrededor de las minas cuando eran explotadas y ahora,
una vez agotados sus filones, siguen siendo escarbadas por unos empecinados
hombres que ofrecen sus vidas y la de sus familias, inmolándose en aras
de una quimera al dios de la codicia, olvidados del resto del mundo.
El
otro también había sido un buscavidas, pero su pasión era la fotografía y
ahora malvivía de ella.
Coincidieron
años atrás en una misma empresa constructora de una obra monumental: uno era
topógrafo y el otro, dibujante. Viajaron juntos al trabajo durante mucho tiempo.
En la casa de Felipe tomaban el último mate de la madrugada y al salir empinaban
una botella de ginebra en un beso corto, como de despedida. Caminaban
disfrutando el frío de la mañana hasta el colectivo que los conduciría a
la obra.
Ocuparon
el puesto de delegado gremial: titular y suplente alternadamente, hasta
que el Proceso decidió lo contrario.
A
Felipe lo poseía una atropellada verborragia que no obstante, sabía dominar
en los momentos de mayor calentura, manejando un silencio ominoso donde se lo sentía bufar
de manera amenazadora. Jamás se lo vio faltarle el respeto a algún
oponente.
Compartieron
momentos, viajes, decepciones y amenazas. Se perdieron de vista cuando les
aplicaron la "Ley de Prescindibilidad",
ese eufemismo con el que la
Junta denominó a la escoba que pusiera en manos de los patrones
y jefes para sacarse de encima los elementos díscolos. Se separaron sin
tener noticias uno del otro salvo en esporádicas situaciones, hasta que
coincidieron en aquel reportaje.
Lucía,
la productora, había descansado toda la noche tapada con una campera adornada
con dibujos incaicos comprada en Bolivia, acurrucándose en el asiento
trasero con esa facilidad que tienen algunas mujeres para enroscarse y dormirse. El resto del día lo pasó escuchando
calladamente las memorias de aquellos dos personajes conversadores que
devoraban esos caminos agrestes con la sola mentira del mate amargo que los
acompañaba como un testigo mudo.
A
media mañana entraron en un almacén del costado de la ruta. Buscaban algo
para acallar el estómago: unos salamines que a ella le parecieron a primera
vista viejos, duros y grasosos, lo mismo que el queso amarillo guardado debajo
de una campana de grueso vidrio, sobre una tabla con huellas del paso del cuchillo
y de los años.
Felipe
se entusiasmó con un recipiente de hojalata ovalado y alto que colgaba de
un clavo de la estantería.
–¿A
cuánto tiene el caldero?... Démelo. ¿Cómo lo curo...? –preguntó mientras lo
recibía.
–No
hace falta. –respondió el dueño del boliche– Hirva bien la primera agua
que le ponga, tírela, caliente más agua y amarguee tranquilo... lleva
yerba?
–Véndame...
¿de cual tiene?
–Con
palo y esta liviana...
–Deme
esa, la colorada... –y se acordó de Lucía– véndame también un mate de esos
enlozados, una bombilla y azúcar... la señora toma dulce.
Lucía
agradeció íntimamente aquel gesto. Más tarde, en el camino, se prometió no
dejarse llevar por las apariencias, tanto en los quesos como en los hombres.
Ahora
van viajando hacia el Sur, después de pasar por la casa de Felipe en Neuquén
donde ellos, al reconocerse en la madrugada se atropellaron fundiéndose
en un interminable, apretado abrazo. A Lucía le había costado trabajo dar crédito
a sus ojos, alelada por aquella actitud de mirarse en silencio, con asombro,
alegres por el reencuentro y por trabajar juntos. Cada uno de ellos en
algún momento pensó que el otro no estaba vivo.
Ella
necesitaba un periodista y un fotógrafo y los requirió. No tuvo la menor
sospecha de un pasado compartido.
El
primer reportaje lo tenían planeado en Piedramala, un pueblo enclavado en
el fondo de una hondonada por donde corre encajonado el vendaval que va y
vuelve arrastrando una fina arenisca desprendida de los cerros del fondo y
hace daño en la cara y las manos. Un cierzo avaro de su territorio, galopando
de un lugar a otro con un aullido interminable, enloqueciendo al viajero,
hasta imbuirlo de una apatía en la cual ya no le importa nada.
Un
hálito que te quiere expulsar de su comarca con rachas destempladas hasta
que termina acostumbrándose uno al otro; soportándose casi con indiferencia.
Pero para llegar a ello se deberá transitar un camino que bordea peligrosamente
la locura.
La
mujer descendió de la camioneta.
–Buenas
tardes, –saludó– venimos a trabajar con ustedes... queremos hacer una
nota...
–Mal
comienzo.– Murmuró Felipe entre dientes.
El
hombre se irguió en el desprecio.
–Aquí
nadie los ha invitado... No queremos que nadie venga a ventilar nuestra
miseria y mucho menos que se sepa donde estamos. En cuanto se enteren que
estamos explotando la mina esto se va a llenar de aprovechados que quieran
venir a sacar ventaja...
Ella
se quedó callada. El fotógrafo avanzó hacia el minero sacándose el sombrero
y extendiendo la mano inició el saludo y las presentaciones.
–Buenas...
me llamo José Velázquez. Ella es Lucía y va a tener que perdonarle la
atropellada... Venimos viajando hace dos días... Brava la bajada, no?. Debe
hacer mucho tiempo que no pasa ningún vehículo... Aquel grandote se llama
Felipe.
El
hombre no dejó sola la mano ofrecida, y a su
vez, descubriéndose la cabeza saludó.
–Ramón
Céspedes, servidor... soy uno de los pocos que va quedando por acá... Disculpe
el recibimiento, pero estamos espantados de los vividores... Vengan, pasen.
Estos son mis hijos. Este se llama
Ramón como yo. Es el mayor... El otro se llama José... mirá vos... como
usted.
Felipe
extendió su mano derecha hacia el hombre estrechándola reciamente y la izquierda
hacia los niños con un puñado de caramelos.
Desde
la casa apareció una mujer acomodando con desacostumbrada coquetería sus
cabellos y tomando entre sus manos el delantal..
–Buenas...
sepan entender al Ramón, el socavón lo ha vuelto desatento. –Se dirigió directamente
a Lucía disculpando al marido.
–Venga,
entre... Ustedes también... adelante. Lucía, se sintió mejor al encontrar
una aliada. Había empezado a comprender las razones del director al elegir
para este trabajo a estos dos personajes.
Entraron
a la casa iluminada por la luz tardía del atardecer. Esa luminosidad naranja,
de pabilo largo, según había definido poéticamente José, quien había guardado
la cámara en uno de los bolsillos de su chaleco.
Felipe
se acomodó en la silla ofrecida ofreciendo un cigarrillo al dueño de casa y
respetando su silencio, roto al fin por la mujer.
–Quiere
pasar a lavarse?... Me llamo Marta.
Extendiendo
la mano hacia Lucía, quien la atrajo hacia sí dándole un beso en la mejilla
en un gesto inesperado hasta para ella misma.
–Me
llamo Lucía. Gracias por recibirnos en su casa...
–Está
bien. No son muchos los que se acercan por Piedramala. Más vale que tratemos
bien a los forasteros que nos visitan...– luego de una breve vacilación–
Pase... El baño queda por acá.
Los
hombres fumaban callados, envueltos en la penumbra de esa hora. Ramón le
acercó lumbre al candil que colgaba del techo sobre la mesada de la cocina
iluminando aquel rincón.
–Han
comido?. –fue la parca pregunta.
–Hemos
traído algunas cosas. –respondió Felipe–. Si quiere las juntamos...
Y
se dirigió hacia la camioneta seguido por los niños, para volver con un
canasto con comida que había comprado con el fin de dejárselos pero sin menoscabar
el orgullo del minero, quien no dudaría en rechazarlos ante la sospecha de
una dádiva.
La
cena fue de reconocimiento y cautas preguntas manejadas hábilmente por Felipe,
quien con un tacto inusitado fue indagando la vida del minero.
Después
de la comida siguieron conversando.
–Está
solo por acá?
–No...
también está Mamaní, que es minero desde chico, como era su padre y su abuelo.
Él es el que me enseña a trabajar y a respetar la mina, saludar al Tío y todas
esas cosas.
Lucía
se mordía de ganas de intervenir, pero dada la experiencia de la llegada
optó por el silencio sin perder detalle. José limpiaba el equipo fotográfico
y de paso familiarizaba con sus máquinas a los futuros modelos.
–¿Qué
es el Tío, Ramón...? ¿Le jode que le pregunte?.
–No...
está bien... Después de todo para eso ha venido. El Tío, según me cuenta
Mamaní, que viene del norte, de Jujuy, y a él se lo ha contado su padre y el
abuelo y así... los abuelos venían de una tribu llamados los Urus allá en
Bolivia... bueno, ellos le contaban de Huary que era un ogro o algo así, hijo
o discípulo del diablo que es el Tío de las minas... bueno ese fue el que
les dijo a estos hombres que vivían en el campo, trabajando, cultivando
vio?... bueno, ese fue el que les dijo que se metieran en los socavones a sacar
las riquezas que él tenía depositadas. Entonces ellos se dejaron de trabajar...
de cultivar la tierra para ir a las minas y con esa plata que se ganaba fácil
se chupaban y esas cosas... vio?.
Mientras
relataba, sus manos armaban mecánicamente un cigarrillo y al terminar
estiró la tabaquera a Felipe quien naturalmente la recibió y armó un pitillo, lo selló pasándole la punta
de la lengua y se lo ofreció a José. Luego repitiendo la operación, se armó
uno para sí, escanció un poco de ginebra en cada vaso, y se dispusieron a seguir escuchando en un
silencio roto solamente por la sempiterna melopea de la ventolera, de la cual no era fácil olvidarse.
–...al
Tío se lo festeja en agosto, –continuó el minero– que según dicen es el mes
del diablo y también pa'l carnaval. El Mamaní trajo una careta... máscara
me dijo que se llama, cuando volvió de Bolivia... a Oruro había ido a visitar
a sus parientes... Mañana le voy a decir a él que les cuente... guárdele la
ginebra. Hasta mañana... hagan de cuenta que están en la casa de ustedes.
Y
sin decir más se perdió en la oscuridad de la pieza contigua donde hacía rato
se había cobijado su mujer acompañando a los niños.
Los
visitantes, un poco sorprendidos por el brusco corte del relato, se miraron
en silencio. Al final decidieron acomodarse a como diera lugar. Felipe se
tendió sobre su catre de campaña, José preparó su cama con una colchoneta
inflable y una bolsa de dormir para dos, saldo de un frustrado matrimonio. Se
arreglaron con la facilidad de la costumbre, debajo de la galería cubierta,
con sólo dos paredes pero útiles para protegerlos del ventarrón incansable que
retornaba con un frío cosechado en la cumbre. Lucía optó por dormir en la
camioneta.
Al
amanecer los despertaron los ruidos cotidianos del trajinar de Ramón preparándose
para entrar a la mina. Entonces pudieron conocer a Mamaní: un obrero silencioso
y desconfiado de los extranjeros, sobre todo de la mujer a la que estudió largo
rato con el entrecejo junto y volvía a mirar insistentemente mientras Ramón
le daba las explicaciones del caso y lo ponía al tanto de sus intenciones de
bajar con ellos al socavón.
–Como
quieran... –dijo después de cavilar un rato– Pero ellos dos solos. La mujer se
queda... A la cueva no entran mujeres y ésta menos... parece hija’el diablo
con ese pelo.
La
ruda respuesta los tomó de sorpresa a todos
Lucía
se había cuidado muy bien de no llamar la atención de ninguna manera. Al principio
le había hecho gracia la curiosidad de los chicos ante el color rojo de sus
pelos, herencia de sus padres irlandeses, junto con el humor y el empecinamiento.
Pero ahora, de día, estaba decidida a pasar lo más desapercibida posible,
aunque para eso debiera comenzar por esconder su melena debajo de un
pañuelo, pero sin poder evitar que algún mechón se le escapara.
La
lección de la víspera había sido provechosa.
"No
se puede avasallar a esta gente. –escribiría
más tarde cuando Felipe solicitara su colaboración para tener un punto de
vista femenino– Mucho menos con aires de periodista de revista importante.
No se debe enarbolar el descaro en estos casos donde campea la miseria y la
desesperación. Al que mira con ojos de forastero le puede subyugar el engañoso
sabor de aventura de la situación, pero el que vive cotidianamente la suerte
de jugarse el sustento más a cruz que a cara, tuteándose con la sospecha de
despedirse de modo definitivo en cada madrugada, la vive como una realidad de
la cual no se regresa a la cómoda redacción a terminar la nota, juntarla con
las fotos y editar. Luego encontrarse con el baño diario, al agua brotando de
la canilla y el periódico por debajo de la puerta."
"El
que desciende a las profundidades del socavón empujado por la esperanza de
encontrar el brillo definitivo de una veta inagotable y eterna; perseguido
por el desconsuelo, se aferra a mitos y creencias que, ante los ojos profanos
pueden parecer falsedades, fanatismos ignorantes o apóstatas, pero los que se juegan la vida en cada
jornada para sacar de la Pacha
Mama las riquezas que el Huari tiene guardadas en sus entrañas, encuentran en
sus rituales un modo de agradar al Tío, ya sea con ofrendas de coca, cigarrillos,
alcohol o con oraciones paganas."
Pero
en ese momento aquella prohibición de no dejarla entrar en el socavón por
temor a perder la veta como resultado del accionar celoso de La Viuda, o del mismo Tío, le
pareció absurda.
De
nada sirvieron palabras, promesas ni amenazas proferidas por aquella encolerizada
pelirroja que argüía sus valerosos ancestros muertos en las minas de Irlanda.
Pero bien que se cuidó de mencionar que en aquel país, tampoco dejan entrar
a las mujeres ni a los curas con sotana.
En
un corredor de la mina, paso obligado para el nivel que estaban explotando,
encontraron la imagen del Tío: el cuerpo tallado en mineral; las manos,
piernas y cara esculpidos con arcilla de la mina. Los ojos, representados con
dos focos en desuso de casco de minero, le otorgaban un aspecto fantasmagórico.
Unos
vidrios puntiagudos ornaban la boca abierta, voraz, dispuesta a recibir las
ofrendas.
Ramón
se detuvo encendiendo un cigarrillo para luego ponerlo en la boca de aquella
figura grotesca y con genuina veneración comenzar a relatarle sus pesares
y penurias.
–Tío,
no me estás ayudando, trabajo en el cueva por que no tengo dónde ir a trabajar.
mis hijos están pasando hambre y frío. Gano poco y la miseria me está alcanzando,
tanto que ya casi no puedo comprar tabaco para ofrecerte y mucho menos ginebra
ni “alcol”... ni nada...
Así
durante un rato largo con un lamento clamoroso, cumpliendo de esta manera
con el ritual cotidiano de informar al Tío de sus pesares.
Después
le tocó el turno a Mamaní y los otros se alejaron discretamente, en tanto Ramón
les explicaba que aquella era la manera habitual de entrar a la caverna,
mostrándole las miserias al Tío para compadecerlo y obtener con más facilidad
la veta. La misma veta que se tiene miedo de perder si alguien silba o con la entrada de las mujeres. Dicho
esto último a guisa de explicación ante la terminante negativa de Mamaní
de que entrase "la señora" como había dado en llamarle.
Trabajaron
durante casi toda la mañana en silencio. Uno desprendía con el pico de la oscura
pared el mineral que el otro cargaba con una inmensa pala a la vagoneta que
Felipe se ocupaba de sacar empujando por el oxidado riel hasta la bocamina.
Al
mediodía salieron al encuentro de un sol despiadado y el sempiterno ventarrón.
Sucios, negros de polvo oscuro y con las huellas del sudor marcadas más
claras desde la frente hasta el cuello.
En
las fotos se vería más tarde las señales de un cansancio voraz y en los ojos
rojos una extraña desazón mezclada con un empecinamiento nacido de la
desesperación.
Se
sentaron a descansar a la sombra de un destartalado cobertizo, mientras bebían
lentamente agua de una botella forrada de arpillera. Sencillo pero eficaz
método de protección y, a la vez, útil para refrescar el contenido.
Felipe,
como casualmente retomó el hilo de las preguntas.
–Así
que Ud. es del norte, Mamaní...? De dónde viene?
–Nací
en Purmamarca, creo... muy al norte. Por allí me he criado... he cuidado
llamas, las he pastoreado, he sido labrador con mis tíos... los hermanos de
la mamá, pero a mí me tiraba la mina, vio?... Mi papá y sus hermanos eran mineros...
ellos venían de Bolivia y a mí me ha gustado siempre lo que ellos contaban, y
poco a poco, a fuerza de escucharlos he ido aprendiendo, y cuando ya tuve
diecisiete años, me he ido de la casa a trabajar en los socavones.
–Ramón
me ha contado que en agosto se lo festeja al Tío... que usted le ha dicho que
ese es el mes del diablo, pero yo tenía entendido que el primero de agosto es
el día de la Pachamama,
y que también se la celebra ese mes... ¿cómo es eso?
–No
sé... Una cosa me la contaban mis tíos, mi papá y a la otra mi mamá. Ella me
decía que hay que respetarla a la
Pachamama, hay que ser agradecidos, por que somos de ella.
Ella nos da de comer, donde dormir, y en ella vamos a descansar para siempre.
Entonces el treinta y uno a la noche empezaba a preparar el festejo para ella,
para la Madre
Tierra... para darle de comer y de beber... a veces lo hacen
justo ese día, otras, cualquier día de ese mes, pero lo más antes posible por
que después tienen que empezar a preparar la tierra para sembrarla... ablandarla...
todo eso.
–¿Cómo
se hace la celebración?
–Hacen
un pozo para echar la comida que preparan para ella, para la ofrenda... cavan
bien profundo y si sale linda la tierra te va a ir bien ese año, pero si sale
medio negra, es señal de que no te va a ir muy bien.
–¿Colocan
solamente comida en ese pozo?
–No...
le echan un cántaro de chicha y una jarra de vino. Cada uno le da un poco y
después hay que sahumar la casa con un incienso y brasas...
–¿Rezan
algo...?
–Si,
un rezo que yo apenas si recuerdo... y comenzó a rezar despacio, más para sí
mismo que para sus interlocutores ha llegado tu día Pachamama, y nosotros
estamos aquí para venerarte. Te damos gracias por el año que hemos tenido y
la cosecha que vamos a tener... acá está la comida que te hemos hecho... te
estamos dando lo que hemos cosechado este año y esperamos que el año que viene
te podamos dar más de lo que te estamos dando... no me acuerdo más. Hace
tanto tiempo...
Felipe
hizo como que no veía las lágrimas en el rostro curtido de aquel recio minero.
–¿Qué
contiene el sahumerio, Mamaní?
–Las
piedras de las siete contras...
Retomó
el rito agradeciendo silenciosamente el trato respetuoso de aquel implacable
pero delicado periodista que interrogaba como se interroga a un viajero.
Con una curiosidad infantil más que profesional.
–...
pero sigamos trabajando, a la noche le cuento más.
Después
de la cena, sentados alrededor de la mesa escuchaban al hombre que retornaba a
su lejana niñez relatando sus memorias.
–Usted
me preguntaba qué tenía el sahumerio... piedras, tenía... eran siete, una
para cada contra. Había una rosada, una blanca, una amarilla, una verdona...
más claras o más oscuras, pero llegaba a siete. Como son siete las contras de
la vida, vio? Bueno... una piedra contra el aborrecer, contra la envidia, contra
las brujerías... también le ponían romero que salva a la casa de todas las
maldades.
La
ventisca que rondaba la casa, le ofrecía un rumor de fondo al relato, a la vez
que quería entrar por las aquellas hendijas por donde el farol dejaba escapar
amarillos tajos de luz hacia lo negro de la noche.
–...
nos levantábamos temprano el día que le íbamos a dar de comer a la Pachamama... todos madrugábamos
antes que viniera nadie, buscábamos algunas hierbas de las que habían por
ahí para el sahumerio, molle, salvia y se pasaba por toda la casa... ¡puta que
ha pasado el tiempo...!.
Nuevamente
el silencio se adueñó del sitio. Hasta el aire pareció detener por un momento
su andar para oír aquel salmo que brotaba como un rezo de los labios a aquel
a quien nunca habían oído cantar y ahora les regalaba aquel murmullo envolvente
y acariciador.
–¿Qué
era eso que cantaba, Mamaní? –Preguntó Felipe.
–Coplas...
más bien tristes que alegres... coplas eran... ya ni sé cuando las escuché...
Y
apurando la última ginebra, se calzó el sombrero y saludando con un gesto, se
marchó.
Al
cabo de un rato lo escucharon cantar a viva voz buscando el eco en los cerros
que lo rodeaban.
–...te
deje en la mañana cuando topé la apacheta
mi acullico de coca pa´ que
se aclare tu voz... me´i buscar una chola y al terminar la cosecha meta chicha y bailando nos
macharemos los dos...
Los
niños buscaron achicarse contra el padre que los envolvió con sus brazos
tranquilizándolos.
José,
pidiendo perdón mentalmente disparó su cámara por última vez, tratando de
captar ese momento, intacto como lo llevaría para siempre en su corazón.
Al
otro día partieron pero ya no eran los mismos.
Socavón
©Alfio Araujo