16 abril 2010

CÓMO SE CANTA UNA AMISTAD

Esta es una canción gracias a la cual puedo dar fe de la amistad/hermandad que nos une con el Walter. Debo ser agradecido también para con la vida. El otro que también "me llevó a bailar" es Jorge Ruso, otro hermanoamigo.
Gracias Joan Manuel Serrat

Juan y José, sentados contra el muro del frontón,
hacían planes mientras reponían fuerzas.
Dudaban entre ir a la escuela o al río a pescar
cuatro cangrejos para la merienda.
Nadie, jamás, vio amigos más unidos que esos dos
que a un tiempo descubrieron el fuego del licor,
el brillo del dinero, el automóvil, el cine y la mujer.
Tibio era el sol, ancha la mar,
y el mundo, aún, por estrenar.
A Juan y a José se les acabó pronto la niñez
segada con la mies, pisada por los bueyes.
Y mientras José tomaba los caminos de la mar
el otro le despidió desde el muelle.
Del que se fue, llegaron cartas con olor a ron
cargadas de promesas que Juan leía mientras ponía la mesa,
y releía, sin prisa, en el café.
Caña dulce, mamey colora´o,
verde la palma, blanca la garza,
con un ojo abierto, en la charca, vigila el caimán.
¿Cómo puedes conformarte, Juan, con un solo cielo
si hay toda una América del otro lado del mar?
José viajó de las Antillas a la Cruz del Sur.
Huaquero en Fundación, buhonero en la Puna,
cafisho en un quilombo flotante en el Paraná,
y, con los años, llegó a hacer fortuna.
Juan se quedó trabajando la tierra
y se casó con su novia de siempre.
Después, los años discurrieron mansamente,
frío en invierno, y en verano, calor...
los días que llegaban cartas de José...
volvieron a encontrarse en el frontón medio siglo después
y, como si tal cosa, Juan preguntó:
"¿A cuál le vas: azul o colora´o?",
y respondió el indiano: "Al que vaya esa moza.
Qué cosas Juan, tanto rodar y estamos otra vez
en donde lo dejamos"
"Pero, a tí, Pepe, que te quiten lo bailado,
y, gracias, Pepe, por llevarme a bailar..."
Tú cabalgabas y yo iba a la grupa
en las largas tardes, junto a la estufa del viejo café.
Con las alas de tus cartas, José,
atravesé todos los cielos de América, contigo ¡amigo...!

10 abril 2010

DOS FOTOGRAFOS DOS

La saga continúa
A la orilla de la ruta 3 que uno la Ciudad de La Punta con la Ciudad de San Luis (por arriba, como reza el cartel del colectivo que hace ese recorrido) hay un santuario muy bien mantenido de la Difunta Correa con una mesita y una churrasquera en el exterior (obviamente) y allí se encuentra una muestra del amor con el que algunos fieles hacen este tipo de cosas sobre vidrio. También se muestra la saña con la que algunas manos rompen. Nótese el vértice superior derecho que ha sido roto y luego remendendado

Respecto a San La Muerte, dice el Diccionario de Mitos y Leyendas de Argentina que a San la Muerte lo encontramos predominantemente en la Provincia de Corrientes, y también en El Chaco, Misiones y Formosa. Pero las imágenes que vamos a mostrar no han sido obtenidas ninguna en esos sitios, sino en San Luis.
El objeto de su culto es el de conseguir trabajo o de no perderlo; hallar cosas per-didas; obtener el amor de alguien, vengarse de un desaire, de una afrenta, de un mal recibido (en ese caso cambia el color de la vestimenta con la que lo adornan: blanco para el bien o para intenciones no dañinas y negro cuando lo que se quiero obtener no es precisamente para el bien de otra persona) o por no ser correspondido afectivamente. El culto es obviamente pagano, no existe San La Muerte en ningún Santoral, y no tiene fecha especial de celebración, si bien se suele conmemorar el Viernes Santo y el Día de Todos los Muertos. Este culto como el de SAN CEOMO surgieron a posteriori de la expulsión de los jesuitas de sus misiones en el noreste de la Argentina y Paraguay en 1767, de ellos también derivan el Señor de la Paciencia, El Señor de La Columna o San Ceono que crearon los naturales de la zona ya sin la orientación dogmática de la Compañía de Jesús. Se lo conoce también con los nombres de Señor de la Buena muerte, y Señor La Muerte. El amuleto que lo representa sólo tiene efectividad si se encuentra bendecido por un sacerdote católico, en una muestra de claro sincretismo.
Fuente: Diccionario de Mitos y Leyendas - Equipo NAyAhttp://www.cuco.com.ar/


Es hermoso ir viajando y descubrir desde lejos las banderas con se adorna las omágenes del Gauchito Gil-
¿Cuànta gente se preguntará las razones o los orígenes de esos trozos de género rojo, brillante en algunos casos y desleídos por el sol y los días a la intemperie en otros?
(continuará)

2 FOTOGRAFOS 2

Con Amancay estamos armando una muestra fotográfica dedicada a las DEVOCIONES POPULARES y vale la pena ir adelantando algo. Calculamos tener fecha en San Rafael para el mes de Octubre aprovechando la movida que se genera ese mes con motivo de las fiestas patronales.
La cosa sería en RACIMO MULTIESPACIO. sitio que regentea Jorge Lardone.
Aca hay algunas de las fotos que hemos ido haciendo.















Esta foto de Gilda la sacó Amancay a la salida de Cipolletti.


La del Gauchito Gil es una muestra del intransigbente vandalismo que opera con cierta periodicidad en los altares populares que se levantan a la vera de alguna ciudades como San Luis. Sistemáticamente hacen un recorrido rompiendo las figuras de Antonio Mamerto Gil (asi se llamaba el conocido Gauchito Gil) y lo parten a la altura de los hombros, donde normalemente van una cruz en la que se apoya.
A la Difunta Correa, cuando no pueden arrancarle la cabecita del bebé que esta mamando de sus pechos, la parten en dos o tres pedazos transversales.
La respuesta de los fieles no se hace esperar. Generosamente colocan otra imagen reponiendo (y dejando) la rota y cuando no pueden por razones económicas, amorosamente reconstruyen la imagen rota. Ya subiremos fotos de ese gesto.
Sigo en otra entrega. (a.,)

08 abril 2010

TÓMENSE OTRO MOMENTO

Una más y no jodo más: Se trata de un cuento maravilloso del mismo autor: Juan Rulfo leído por él mismo y al cual yo, atrevidamente, le agregué un poco de música. Primero de Juan Lázaro Mëndolas y luego de Dino Saluzzi.
Se llama LUVINA y va en las dos versiones que pueden ser disfrutadas juntas (por el mismo precio) el autor que les lee -y recrean el oído- y ustedes que van siguiendo con los ojos (asi recrean la vista) el cuento que a continuación les dejo.


Luvina
De los cerros altos del sur, el de Luvina es el más alto y el más pe­dregoso. Está plagado de esa piedra gris con la que hacen la cal, pero en Luvina no hacen cal con ella ni le sacan ningún provecho. Allí la llaman piedra cruda, y la loma que sube hacia Luvina la nom­bran Cuesta de la Piedra Cruda. El aire y el sol se han encargado de desmenuzarla, de modo que la tierra de por allí es blanca y bri­llante como si estuviera ro­ciada siempre por el rocío del amanecer; aunque esto es un puro decir, porque en Luvina los días son tan fríos como las noches y el rocío se cuaja en el cielo antes que lle­gue a caer sobre la tierra.
...Y la tierra es empinada. Se desgaja por todos lados en ba­rrancas hondas, de un fondo que se pierde de tan lejano. Di­cen los de Lu­vina que de aquellas barrancas suben los sue­ños; pero yo lo único que vi subir fue el viento, en tremolina, como si allá abajo lo hubie­ran encañonado en tubos de ca­rrizo. Un viento que no deja crecer ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas si pueden vi­vir un poco untadas en la tierra, agarradas con todas sus manos al despeñadero de los montes. Sólo a veces, allí donde hay un poco de som­bra, escondido entre las piedras florece el chicalote con sus amapolas blancas. Pero el chicalote pronto se marchita. En­tonces uno lo oye rasguñando el aire con sus ramas espino­sas, haciendo un ruido como el de un cuchillo sobre una pie­dra de afilar.
–Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Di­cen que porque arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera. Y so­bran días en que se lleva el techo de las casas como si se lle­vara un sombrero de petate, de­jando los paredones lisos, descobijados. Luego rasca como si tu­viera uñas: uno lo oye mañana y tarde, hora tras hora, sin des­canso, raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escar­bando con su pala picuda por debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos. Ya lo verá usted.
El hombre aquel que hablaba se quedó callado un rato, mi­rando hacia afuera.
Hasta ellos llegaba el sonido del río pasando sus crecidas aguas por las ramas de los camichines, el rumor del aire mo­viendo sua­vemente las hojas de los almendros, y los gritos de los niños ju­gando en el pequeño espacio iluminado por la luz que salía de la tienda.
Los comejenes entraban y rebotaban contra la lámpara de petróleo, cayendo al suelo con las alas chamuscadas. Y afuera seguía avan­zando la noche.
–¡Oye, Camilo, mándanos otras dos cervezas más! –volvió a decir el hombre. Después añadió:
–Otra cosa, señor. Nunca verá usted un cielo azul en Luvina. Allí todo el horizonte está desteñido; nublado siempre por una mancha caliginosa que no se borra nunca. Todo el lome­río pelón, sin un ár­bol, sin una cosa verde para descansar los ojos; todo envuelto en el calín ceniciento. Usted verá eso: aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos y a Lu­vina en el más alto, coronándolo con su blanco caserío como si fuera una corona de muerto...
Los gritos de los niños se acercaron hasta meterse dentro de la tienda. Eso hizo que el hombre se levantara, fuera hacia la puerta y les dijera: “¡Váyanse más lejos! ¡No interrumpan! Si­gan jugando, pero sin armar alboroto.”
Luego, dirigiéndose otra vez a la mesa, se sentó y dijo:
–Pues sí, como le estaba diciendo. Allá llueve poco. A media­dos de año llegan unas cuantas tormentas que azotan la tie­rra y la desga­rran, dejando nada más el pedregal flotando en­cima del tepetate. Es bueno ver entonces cómo se arrastran las nubes, cómo andan de un cerro a otro dando tumbos como si fueran vejigas infladas; re­botando y pegando de true­nos igual que si se quebraran en el filo de las barrancas. Pero después de diez o doce días se van y no re­gresan sino al año siguiente, y a veces se da el caso de que no re­gresen en varios años.
“...Sí, llueve poco. Tan poco o casi nada, tanto que la tierra, además de estar reseca y achicada como cuero viejo, se ha llenado de raja­duras y de esa cosa que allí llaman ‘pasojos de agua’, que no son sino terrones endurecidos como piedras fi­losas que se clavan en los pies de uno al caminar, como si allí hasta a la tierra le hubieran cre­cido espinas. Como si así fuera.”
Bebió la cerveza hasta dejar sólo burbujas de espuma en la botella y siguió diciendo:
–Por cualquier lado que se le mire, Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la son­risa, como si a toda la gente se le hubiera entablado la cara. Y usted, si quiere, puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El aire que allí sopla la revuelve, pero no se la lleva nunca. Está allí como si allí hubiera na­cido. Y hasta se puede probar y sentir, porque está siempre encima de uno, apretada contra de uno, y porque es oprimente como un gran cataplasma so­bre la viva carne del corazón.
“...Dicen los de allí que cuando llena la luna, ven de bulto la figura del viento recorriendo las calles de Luvina, llevando a rastras una cobija negra; pero yo siempre lo que llegué a ver, cuando había luna en Luvina, fue la imagen del descon­suelo... siempre.
”Pero tómese su cerveza. Veo que no le ha dado ni siquiera una probadita. Tómesela. O tal vez no le guste así tibia como está. Y es que aquí no hay de otra. Yo sé que así sabe mal; que agarra un sa­bor como a meados de burro. Aquí uno se acostumbra. A fe que allá ni siquiera esto se consigue. Cuando vaya a Luvina la extrañará. Allí no podrá probar sino un mezcal que ellos hacen con una yerba lla­mada hojasé, y que a los primeros tragos estará usted dando de volteretas como si lo chacamotearan. Mejor tómese su cerveza. Yo sé lo que le digo.”
Allá afuera seguía oyéndose el batallar del río. El rumor del aire. Los niños jugando. Parecía ser aún temprano, en la no­che.
El hombre se había ido a asomar una vez más a la puerta y había vuelto. Ahora venía diciendo:
–Resulta fácil ver las cosas desde aquí, meramente traídas por el recuerdo, donde no tienen parecido ninguno. Pero a mí no me cuesta ningún trabajo seguir hablándole de lo que sé, tratándose de Luvina. Allá viví. Allá dejé la vida... Fui a ese lugar con mis ilusiones cabales y volví viejo y acabado. Y ahora usted va para allá... Está bien.
Me parece recordar el principio. Me pongo en su lugar y pienso... Mire usted, cuando yo llegué por primera vez a Lu­vina... ¿Pero me permite antes que me tome su cerveza? Veo que usted no le hace caso. Y a mí me sirve de mucho. Me ali­via. Siento como si me en­juagara la cabeza con aceite alcan­forado... Bueno, le con­taba que cuando llegué por primera vez a Luvina, el arriero que nos llevó no quiso dejar siquiera que descansaran las bestias. En cuanto nos puso en el suelo, se dio media vuelta:
“–Yo me vuelvo– nos dijo.
–“Espera, ¿no vas a dejar sestear tus animales? Están muy apo­rreados.
“–Aquí se fregarían más –nos dijo– mejor me vuelvo.
“Y se fue dejándose caer por la Cuesta de la Piedra Cruda, espo­leando sus caballos como si se alejara de algún lugar en­demoniado.
“Nosotros, mi mujer y mis tres hijos, nos quedamos allí, pa­rados en la mitad de la plaza, con todos nuestros ajuares en nuestros brazos. En medio de aquel lugar en donde sólo se oía el viento...
“Una plaza sola, sin una sola yerba para detener el aire. Allí nos quedamos.
“Entonces yo le pregunté a mi mujer:
“–¿En qué país estamos, Agripina?
“Y ella se alzó de hombros.
“–Bueno, si no te importa, ve a buscar dónde comer y dónde pasar la noche. Aquí te aguardamos –le dije–.
“Ella agarró al más pequeño de sus hijos y se fue. Pero no re­gresó.
“Al atardecer, cuando el sol alumbraba sólo las puntas de los ce­rros, fuimos a buscarla. Anduvimos por los callejones de Luvina, hasta que la encontramos metida en la iglesia: sen­tada mero en medio de aquella iglesia solitaria, con el niño dormido entre sus piernas.
“–¿Qué haces aquí Agripina?
“–Entré a rezar –nos dijo.
“–¿Para qué? –le pregunté yo.
“Y ella se alzó de hombros.
“Allí no había a quién rezarle. Era un jacalón vacío, sin puertas, nada más con unos socavones abiertos y un techo resquebrajado por donde se colaba el aire como por un ce­dazo.
“–¿Dónde está la fonda?
“–No hay ninguna fonda.
“–¿Y el mesón?
“–No hay ningún mesón
“–¿Viste a alguien? ¿Vive alguien aquí? –le pregunté.
“–Sí, allí enfrente... unas mujeres... Las sigo viendo. Mira, allí tras las rendijas de esa puerta veo brillar los ojos que nos mi­ran... Han estado asomándose para acá... Míralas. Veo las bolas brillantes de su ojos... Pero no tienen qué darnos de comer. Me dijeron sin sacar la cabeza que en este pueblo no había de comer... Entonces entré aquí a rezar, a pedirle a Dios por nosotros.
“–¿Porqué no regresaste allí? Te estuvimos esperando.
“–Entré aquí a rezar. No he terminado todavía.
“–¿Qué país éste, Agripina?
“ Y ella volvió a alzarse de hombros.
“Aquella noche nos acomodamos para dormir en un rincón de la iglesia, detrás del altar desmantelado. Hasta allí llegaba el viento, aunque un poco menos fuerte. Lo estuvimos oyendo pasar encima de nosotros, con sus largos aullidos; lo estuvi­mos oyendo entrar y salir de los huecos socavones de las puertas; golpeando con sus manos de aire las cruces del via­crucis: unas cruces grandes y duras hechas con palo de mez­quite que colgaban de las paredes a todo lo largo de la iglesia, amarradas con alambres que rechinaban a cada sacudida del viento como si fuera un rechinar de dientes.
“Los niños lloraban porque no los dejaba dormir el miedo. Y mi mu­jer, tratando de retenerlos a todos entre sus brazos. Abrazando su manojo de hijos. Y yo allí, sin saber qué hacer.
“Poco después del amanecer se calmó el viento. Después re­gresó. Pero hubo un momento en esa madrugada en que todo se quedó tranquilo, como si el cielo se hubiera juntado con la tierra, aplas­tando los ruidos con su peso... Se oía la respira­ción de los niños ya descansada. Oía el resuello de mi mujer ahí a mi lado:
“–¿Qué es? –me dijo.
“–¿Qué es qué? –le pregunté.
“–Eso, el ruido ese.
“–Es el silencio. Duérmete. Descansa, aunque sea un poquito, que ya va a amanecer.
“Pero al rato oí yo también. Era como un aletear de murciéla­gos en la oscuridad, muy cerca de nosotros. De murciélagos de grandes alas que rozaban el suelo. Me levanté y se oyó el aletear más fuerte, como si la parvada de murciélagos se hubiera espantado y volara hacia los agujeros de las puertas. Entonces caminé de pun­titas hacia allá, sintiendo delante de mí aquel murmullo sordo. Me detuve en la puerta y las vi. Vi a todas las mujeres de Luvina con su cántaro al hombro, con el rebozo colgado de su cabeza y sus figu­ras negras sobre el negro fondo de la noche.
“–¿Qué quieren? –les pregunté– ¿Qué buscan a estas horas?
“ Una de ellas respondió:
“–Vamos por agua.
“Las vi paradas frente a mí, mirándome. Luego, como si fue­ran sombras, echaron a caminar calle abajo con sus negros cántaros.
“ No, no se me olvidará jamás esa primera noche que pasé en Lu­vina.
“...¿No cree que esto se merece otro trago? Aunque sea nomás para que se me quite el mal sabor del recuerdo.”
–Me parece que usted me preguntó cuántos años estuve en Luvina, ¿verdad...? La verdad es que no lo sé. Perdí la noción del tiempo desde que las fiebres me lo enrevesaron; pero de­bió haber sido una eternidad... Y es que allá el tiempo es muy largo. Nadie lleva la cuenta de las horas ni a nadie le pre­ocupa cómo van amontonán­dose los años. Los días comien­zan y se acaban. Luego viene la no­che. Solamente el día y la noche hasta el día de la muerte, que para ellos es una espe­ranza.
“Usted ha de pensar que le estoy dando vueltas a una misma idea. Y así es, sí señor... Estar sentado en el umbral de la puerta, mi­rando la salida y la puesta del sol, subiendo y ba­jando la cabeza, hasta que acaban aflojándose los resortes y entonces todo se queda quieto, sin tiempo, como si viviera siempre en la eternidad. Esto hacen allí los viejos.
“Porque en Luvina sólo viven los puros viejos y los que toda­vía no han nacido, como quien dice... Y mujeres sin fuerzas, casi trabadas de tan flacas. Los niños que han nacido allí se han ido... Apenas les clarea el alba y ya son hombres. Como quien dice, pegan el brinco del pecho de la madre al azadón y desaparecen de Luvina. Así es allí la cosa.
“Sólo quedan los puros viejos y las mujeres solas, o con un marido que anda donde sólo Dios sabe dónde... Vienen de vez en cuando como las tormentas de que les hablaba; se oye un murmullo en todo el pueblo cuando regresan y un como gru­ñido cuando se van... De­jan el costal de bastimento para los viejos y plantan otro hijo en el vientre de sus mujeres, y ya nadie vuelve a saber de ellos hasta el año siguiente, y a veces nunca... Es la costumbre. Allí le dicen la ley, pero es lo mismo. Los hijos se pasan la vida trabajando para los padres como ellos trabajaron para los suyos y como quién sabe cuántos atrás de ellos cumplieron con su ley...
“Mientras tanto, los viejos aguardan por ellos y por el día de la muerte, sentados en sus puertas, con los brazos caídos, movidos sólo por esa gracia que es la gratitud del hijo... So­los, en aquella soledad de Luvina.
“Un día traté de convencerlos de que se fueran a otro lugar, donde la tierra fuera buena. ‘¡Vámonos de aquí! –les dije–. No faltará modo de acomodarnos en alguna parte. El Gobierno nos ayudará.’
“Ellos me oyeron, sin parpadear, mirándome desde el fondo de sus ojos, de los que sólo se asomaba una lucecita allá muy adentro.
“–¿Dices que el Gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú conoces al Gobierno?
“Les dije que sí.
“–También nosotros lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre de Gobierno.
“Yo les dije que era la Patria. Ellos movieron la cabeza di­ciendo que no. Y se rieron. Fue la única vez que he visto reír a la gente de Lu­vina. Pelaron los dientes molenques y me di­jeron que no, que el Gobierno no tenía madre.
“Y tienen razón, ¿sabe usted? El señor ese sólo se acuerda de ellos cuando alguno de los muchachos ha hecho alguna fe­choría acá abajo. Entonces manda por él hasta Luvina y se lo matan. De ahí en más no saben si existe.
“–Tú nos quieres decir que dejemos Luvina porque, según tú, ya estuvo bueno de aguantar hambres sin necesidad –me di­jeron–. Pero si nosotros nos vamos, ¿quién se llevará a nues­tros muertos? Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos.
“Y allá siguen. Usted los verá ahora que vaya. Mascando ba­gazos de mezquite seco y tragándose su propia saliva para enbgañar el hambre. Los mirará pasar como sombras, repe­gados al muro de las casas, casi arrastrados por el viento.
“–¿No oyen ese viento? –les acabé por decir–. Él acabará con uste­des.
“–Dura lo que debe de durar. Es el mandato de Dios –me contesta­ron–. Malo cuando deja de hacer aire. Cuando eso sucede, el sol se arrima mucho a Luvina y nos chupa la san­gre y la poca agua que tenemos en el pellejo. El aire hace que el sol se esté allá arriba. Así es mejor.
“Ya no volví a decir nada. Me salí de Luvina y no he vuelto ni pienso regresar.
“...Pero mire las maromas que da el mundo. Usted va para allá ahora, dentro de pocas horas. Tal vez ya se cumplieron quince años que me dijeron a mí lo mismo: ‘Usted va a ir a San Juan Luvina.’
En esa época tenía yo mis fuerzas. Estaba cargado de ideas... Us­ted sabe que a todos nosotros nos infunden ideas. Y uno va con esa plata encima para plasmarla en todas partes. Pero en Luvina no cuajó eso. Hice el experimento y se deshizo...
“San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nom­bre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que allí sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades. Y eso acaba con uno. Míreme a mí. Conmigo acabó. Usted que va para allá comprenderá pronto lo que le digo..
“¿Qué opina usted si le pedimos a este señor que nos matice unos mezcalitos? Con la cerveza se levanta uno a cada rato y eso inte­rrumpe mucho la plática. ¡Oye , Camilo, mándanos ahora unos mezcales!
“Pues sí, como le estaba yo diciendo...”
Pero no dijo nada. Se quedó mirando un punto fijo sobre la mesa donde los comejenes ya sin sus alas rondaban como gusanitos desnudos.
Afuera seguía oyéndose cómo avanzaba la noche. El chapoteo del río contra los troncos de los camichines. El griterío ya muy lejano de los niños. Por el pequeño cielo de la puerta se asomaban las estre­llas.
El hombre que miraba a los comejenes se recostó sobre la mesa y se quedó dormido.
Juan Rulfo

07 abril 2010

TÓMENSE UN MOMENTO

A veces uno se toma un rato de su vida para el placer, para el solaz y el esparcimiento. éste es uno de esos momentos que quiero compartir.
Se trata de un cuento de Juan Rulfo, una verdadera bisagra de la literatura mexicana que marca un antes y un después de Rulfo en las letras de ese país.
No cuento más, pero les dejo al alcance de la mano un cuento leído por su autor luego de una breve reseña del mismo, y, para un mejor disfrute, les ofrezco la posibilidad de ir leyéndolo a la vez que lo escuchan.
Siéntense cómodamente y apaguen el celular un ratito.
Se llama "NO OYES LADRAR LOS PERROS?"



—Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
—No se ve nada.
—Ya debemos estar cerca.
—Sí, pero no se oye nada.
—Mira bien.
—No se ve nada.
—Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
—Sí, pero no veo rastro de nada.
—Me estoy cansando.
—Bájame.
E1 viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la es¬palda. Y así lo había traído desde entonces.
—¿Cómo te sientes?
—Mal.
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. É1 apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
—¿Te duele mucho?
—Algo —contestaba él.
Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
—No veo ya por dónde voy —decía él.
Pero nadie le contestaba.
E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
—¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
Y el otro se quedaba callado.
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
—Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba To¬naya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
—Bájame, padre.
—¿Te sientes mal?
—Sí
—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Di¬cen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
—Te llevaré a Tonaya.
—Bájame.
Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
—Quiero acostarme un rato.
—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da áni¬mos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras difi¬cultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.

—Me derrengaré pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: "¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!" Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. E1 que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: "Ese no puede ser mi hijo."
—Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
—No veo nada.
—Peor para ti, Ignacio.
—Tengo sed.
—¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
—Dame agua.
—Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
—Tengo mucha sed y mucho sueño.
—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.
Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas. Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
—¿Lloras , Ignacio ? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: "No tenemos a quién darle nuestra lástima ". ¿Pero usted, Ignacio?
Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
—¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo . No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.