12 mayo 2012


Por ahí anda la Emilia, en los  quehaceres de la  mañana, tras­teando des­pacio. No quiere des­per­tar a su ma­rido, el Fer­mín, que se ha ama­necido re­gando.
 Anoche le ha tocado el turno del agua[1] y han an­dado hasta las tantas las luciérnagas blan­cas de los faroles Sol de Noche entre las hile­ras y en los cuar­teles de los parrales. ¿Botas de  goma...? Qué van a tener botas de goma, alpar­gatas y gracias.  Por eso han vuelto los hom­bres a las casas ateri­dos y mudos, con los dien­tes enclavijados por la helada.
 -"Qué loco este Fermín... -se dice la Emilia-, to­davía me acuerdo de aquella tarde de do­mingo cuando me puso de cara al cielo en la chi­pica[2]. Fue ya sobre el final del verano, en un pa­seo por los fondos de las fincas, allá donde topan con el zanjón La Hedionda...[3]".
 Le había hecho el amor siguiendo, ciego, sus im­pulsos de muchachón, entre el canto chi­rriado de las chiriguas[4] y el festejo zumbón de las abe­jas que tenían su propia vendimia   en la me­lesca[5] sin co­nocer de domingos.
-"Ahora nosotros tampoco conocemos de do­min­gos..."  -piensa en voz alta la mujer-.
 "Lo conocí a principio del mismo verano, en una fiesta e n la casa de la Carmen Zam­ba­taro (las mocosas de ahora a esas fiestas las llaman ma­lón).  La mamá y la tía de la Car­men nos cuida­ban sen­tadas en el mismo rin­cón donde estaba el Winco y de ahí salía el Leo Dan can­tando: "Estelita qué linda que está..." o "Santiago que­rido Santiago ado­rado..." pero el.que más nos gustaba al Fer­mín y a mí era: "...La conocí un domingo ha­blamos de pa­sión...".
 No pudo evitar sonrojarse, pese al tiempo trans­currido, al recordar la vergüenza que pa­saba cuando él, con doble intención se la can­taba de­lante de la mamá, después de aquella tarde de domingo, y a ella, pobre Emilia, le pa­recía que se le notaba en la cara.
-"En la fiesta, todas las chicas rumiábamos el chi­clé y mirábamos a los varones, que, codo a codo en la otra esquina de la pieza desocu­pada para tener espacio donde bailar, junta­ban co­raje ha­ciéndose los indiferentes, los hombres con el ciga­rrillo en la mano: Las Ve­gas, Sara­toga, Gál­veston y aquellos que el Fermín me convi­daba pi­tadas, los mentola­dos esos... pu­cha no me acuerdo cómo se llama­ban".
 Pero eso fue después. Antes, la Carmen me lo había presentado formalmente:
-Éste es el Fermín, Emilia... es un primo que vive en el campo. Anda de visita, pero me pa­rece que tiene ganas como de quedarse.
Si hubo alguna picardía en el comentario, fue se­guramente sin intención, inocente­mente.
-"Había venido de un puesto de atrás del Ne­vado[6], ya me parecía a mí que no era de por acá. Soy nacida y criada en la Colonia y no lo tenía visto. Otra cosa me pareció: ya le gus­taba yo"... Sus pa­dres, después me en­teré, eran puesteros de esos de largos silen­cios, Y él no conocía otras faenas que no fueran las del campo; no sabía de viñas pero quería quedarse sin que le regalaran nada, traba­jando en los surcos, aprendiendo. Ade­más, la Colonia fue lo más cerca que pudo lle­gar al centro cuando decidió bajar al pue­blo.
 La tía lo recibió ofreciéndole casa y trabajo en la pequeña finca: hacía falta una mano de va­rón para podar, atar, desorillar, todas esas co­sas que hace un hombre aparte de la cose­cha.  Además el tío ya estaba cansado de andar solo y se le hacía cada vez más cuesta arriba tratar con los golondrinas[7].
 Y así fue que se quedó; pero  extrañaba a los pa­dres, los hermanos, el puesto y ese paisaje duro y seco que tanto me impresionó cuando me llevó a conocerlos en la chatita del tío, al tiempo, cuando con la compañía de la Car­men, mis padres no pu­dieron ne­garme el permiso.
-Ésta es la mamá... Se llama Josefina -no me acuerdo haber recibido un beso más lindo en mi vida de otra señora que no fuera de mi pro­pia mamá.
-...El papá... se llama Eusebio. -se levantó sa­cán­dose el sombrero y la mano que me dio, calentita y firme, se quedó un ratito con la mía mientras me miraba directamente a los ojos y yo supe que nunca más me iba a separar de esa familia.
-Y la Filomena? -preguntó el Fermín
-Anda por el puesto de los Rojas... ya ha de estar al caer -contestó doña Josefina (des­pués supe que no le gustaba que le dijeran doña).
-Y el Solano ha ido a buscar los chivos, pero tam­bién ya ha de venir. Los debe haber es­cu­chado que venían peludiando[8].
 Después de las presentaciones, me enfrenté por primera vez con uno de esos silencios lar­gos a los cuales cuesta acostumbrarse.  Antes es­tuvo pre­sente la gentil invitación:
-Asiento... asiento. -señalando las sillas ba­jas, que en sus inicios fueran de totora[9] y ahora es­ta­ban forradas en cuero de chivo, mientras ellos se sen­taban acomodándose las bomba­chas en algunas partes remenda­das, pero siempre lim­pias, con el sombrero en la mano y la orden breve, sin des­per­diciar palabras.
-Fermín, cuando llegue el Solano, pillá carne[10], así comemos más noche; de paso te vas a lle­var vos también. Pa' vos y pa' la chica, que le lleve algo a los padres.
-Sí papá. -y allá salió retozando como si lo hu­bie­ran tenido atado. No me fue difícil com­pren­der dónde estaba la felicidad de este mucha­chón grandote y bueno que me había elegido para ma­dre de sus hijos.
 Al rato llegó la Filomena, y con esa compli­ci­dad fácil que tenemos a veces las mujeres, en­se­guida nos hicimos amigas y nos llevó a la Car­men y a mí a la pieza y allí nos mostró lo que estaba jun­tando "pa' cuando me case".  Pa' cuando ella se casara, pensé con más ale­gría que envidia.
 Nosotros habíamos soñado con niños, pero to­davía faltaba tanto tiempo...
 Cuando se encontraron con el Solano el abrazo duró un largo rato, al separarse salta­ban dando  vueltas como cachorros, se toca­ban y se de­cían cosas que sólo ellos enten­dían sin impor­tarle nada de los que estába­mos a su alrededor.
Yo pude ver en las arruguitas que rodeaban los ojos de Don Eusebio, la ternura que le pro­ducía ver a sus dos muchachos vol­viendo a ser ni­ños.
 Al finalizar el juego y el reconoci­miento se pu­sie­ron las manazas en los hom­bros y allá par­tieron a bus­car los chivos que iban a carnear para la no­che. Nosotros, con la Filo­mena y la Carmen fui­mos a ver desde afuera del corral de pirca, la faena de acer­carle a las ma­dres los chivatitos para que los ama­man­taran, pero nos retiramos cuando los varo­nes comen­zaron a prepararse para el carneo, y nos fui­mos a sen­tar con doña Josefina en esas sillas petisi­tas.
 -Filomena...
-Qué, mamá...
-Cuando hirva[11] el agua prepará el mate... po­nele un poquito de chinchil[12] y traé las sopaipi­llas[13] que  la Emilia nos ha regalado un dulce de to­mate que vamos a probar... a ver si es tan rico como dice.
 Yo me puse colorada hasta las orejas, pero cuando le vi la picardía en esos ojitos, me di cuenta que no había maldad en sus palabras.  Todo era con ga­nas de embromar, nomás.
 Desde la distancia pude ver cuando el So­lano sos­teniendo con la rodilla el cuerpo del ani­mal, le pa­saba por la garganta el afilado cu­chillo que ha­bía sacado de su cintura, y que luego limpió de sangre en las alpargatas. El Fermín le ayudó a colgarlo de un palo que estaba atravesado afuera del corral y con el facón de él, abrirlo desde el co­gote hasta las verijas. Con movi­mien­tos justos, como si no hu­biera dejado de hacerlo nunca, sa­car las vísceras y tirár­selas a los pe­rros que an­daban merodeando sin acer­carse por temor a los planazos[14] con que los espan­ta­ban.
  Eran muchos los perros, y tenían unos nom­bres que demostraban a las claras la ternura parca de sus dueños: estaban el Mota, el Chino, el Ca­chimba, y un poco más alejado uno que le llama­ban el Malo,  o sim­plemente Perro. Con el único que se daba era con el Fermín, y según me con­taban, se había vuelto más hosco, más huraño con la partida de su dueño. Tanto que a veces ni aceptaba la co­mida, y otras desapare­cía vol­viendo a la se­mana con huellas de peleas, heridas que se sanaba la­miéndose. Comía cui­ses[15], lagartijas y hasta al­guna culebra supo traer colgada del ho­cico. Con el Fer­mín se mira­ron un largo rato y cuando se reco­no­cie­ron, el Perro no se le des­pegó más de los talones.  Cuando nos vini­mos, a instan­cias de la mamá del Fermín lo trajo para la casa y ahí se aque­renció pronto. 
-Ésta es mi novia... -le decía al Malo el Fer­mín- cui­dado con andar haciéndote el loco con ella... me entendés?
  El animal lo miró, inmóvil, como si de veras com­prendiera.
-Tenés que cuidarla como si fuera yo mismo... es­tamos?
 Y, a manera de cariño, le dio una cachetada en el anca y el Perro se quedó quietito en el rincón y a mí me parecía que me miraba con esos ojos ama­rillos, y no sabía cómo sen­tirme, si con miedo o más confiada.
 El tiempo me demostró que, a su manera me ha­bía adoptado como parte de su propiedad. (...)







[1]turno del agua: horario aleatorio que el viña­tero tiene para regar su parcela
[2]chipica: gramilla, especie de césped silvestre
[3]La Hedionda: Arroyo seco con el que limita físicamente San Rafael.
[4]chirigua: pájaro pequeño de vuelo bajo que en las siestas emite su canto, parecido  un chirrido
[5]melesca: viene de miel. Se le denomina así a los racimos que los cosechadores dejan en las hileras y al madurar son sumamente dulces.
[6]Nevado: Importante cerro del sur de la ciudad de San Rafael.
[7]Peón "golondrina": peón de juntada que, "va de región en región / siguiendo el rastro del clima" A.Tejada Gómez dixit
[8]Peludiar: hacer lo que hace el "peludo": pozos. Esto es: cuando la huella es de muy difícil tránsito, el vehículo se entierra y hay que sacarlo con más maña que fuerza.
[9]Totora: Junco o espadaña que crece en los terrenos húmedos. Se usa, entre otras cosas, para el asiento de las sillas.
[10]Pillar carne: Modismo que significaría elegir un animal y sacrificarlo para su consumo.
[11]Hirva: Hierva, del verbo hervir
[12]Chinchil: Hierba de la sierra.
[13]Sopaipilla: Torta frita en grasa, hecha con harina, agua, sal y muy poca levadura.
[14]Planazo: Golpe dado de plano con el cuchillo, más por asustar que por hacer daño.
[15]Cuis: Conejo del cerco. Pequeño roedor del tamaño del ratón de campo.