Tengo la manía de no contestar cuando se me
pregunta en qué libro estoy trabajando o cuáles son mis proyectos para el
futuro. La experiencia me indica que cuando se habla mucho de algo antes de
hacerlo se corre por lo menos un riesgo grave: es el de no hacerlo.
Cuando yo era un poeta muy joven (sólo
tenía dieciséis años) encontré un hermosísimo título para un largo poema que
anuncié profusamente. Aquel título fue muy aplaudido por mis jóvenes compañeros
de poesía. Pronto lo dieron por un hecho. Luego me felicitaban por mi gran
éxito. Yo me acostumbré a recibir aquellos elogios. Qué necesidad había, pues,
de escribir esos versos? Y allí se quedó ese título solitario, sin ningún
verso escrito debajo, por cuarenta y seis años seguidos.
Todo esto para decir que ahora sí puedo
hablar de lo que he estado haciendo en estos meses de verano en la costa de
Chile. Puedo hablar porque ya está hecho. Es un largo poema. Esta vez tengo
todos los versos y lo que me falta es el título.
Se trata de una historia romántica y de
brillante color, aunque todo termina en el oscuro color del luto.
Sucede que cuando se propaló por el
mundo la noticia del oro en California una muchedumbre de chilenos se trasladó
a California en busca del oro. Salían de Valparaíso, que era entonces el
puerto más importante del Pacífico Sur. Eran mineros, campesinos, pescadores,
aventureros. Sintieron la atracción violenta de aquella deslumbrante aventura.
Se habían acostumbrado a vencer en Chile las dificultades de una tierra pobre y
áspera.
Lo curioso es que estos chilenos
llegaron antes que los norteamericanos al sitio del oro. Parece extraño, pero
los yanquis debían atravesar el continente en lentas carretas. Los chilenos,
en sus barcos de vela, llegaron más pronto.
Entre ellos llegó el famoso Joaquín
Murieta, el más famoso de los bandidos chilenos. Pero fue simplemente un bandido,
un fuera-de-la-ley?
Éste es el motivo de mi poema.
Murieta fue afortunado. Encontró oro, se
casó con una compatriota, y mientras seguía buscando con duro esfuerzo nuevos
yacimientos sobrevino la tragedia que cambió su vida.
Mexicanos, chilenos, centroamericanos,
vivían en los barrios pobres de los poblados que se desarrollaban como hongos
junto a San Francisco. Allí se oía de noche la palpitación de las guitarras y
las canciones del continente moreno.
Pronto esta abundancia de extranjeros,
de oro, de canciones y de alegría suscitó la violencia. Los norteamericanos
formaron asociaciones de guardias blancos que se descargaban de noche sobre
estas viviendas, incendiando, arrasando y matando.
Sin duda, allí nació la idea del Ku Klux
Klan. Porque el mismo frenético racismo que los distingue hasta hoy tenían
aquellos primeros cruzados yanquis que querían limpiar California de
latinoamericanos y también, lógicamente, meter mano en sus hallazgos. En una de
estas razzias fue asesinada la mujer de Joaquín Murieta.
El chileno estaba lejos de allí y cuando
regresó juró vengarse.
Desde aquel momento las humillaciones y
asaltos de las bandas racistas no quedaron impunes.
De noche, la banda de vengadores salía a
cazar norteamericanos y cayeron éstos desgranados cada vez que se encontraron
con Murieta y sus hombres.
Durante más de un año esta guerrilla
secreta combatió como pudo, y, según la leyenda de los bandidos generosos, robó
al rico para dar al pobre, es decir, devolvía a los desvalijados lo que habían
tomado de los desvalijadores.
Joaquín Murieta murió en su ley. Cayó en
una escaramuza, acribillado a balazos. Su cabeza cortada fue exhibida en la
feria de San Francisco y se hicieron ricos los empresarios que cobraban por ver
aquel triste trofeo.
Pero, Murieta, o bien la cabeza de
Murieta, cobró una nueva vida.
Se hizo una leyenda que aún recorre, después de cien años, la memoria de todos
los pueblos que hablan el español. Muchos libros, muchas canciones, muchas
poesías populares, mantienen vivo su recuerdo. Los norteamericanos le dieron
el título de bandido. Pero la palabra bandido se ennobleció en el recuerdo
popular y se pronunció, cuando se trataba de él, con reverencia.
Su sitio de nacimiento se lo disputan
México y Chile, aunque yo lo doy por chileno. En la niebla de la leyenda
fabulosa los argumentos van y vienen, pero Murieta fue chileno.
Me gustó este tema por la contradicción
de razas y por ese cúmulo de codicia y de sangre que rodea la verdad o la leyenda.
Por eso he dedicado con alegría muchas
horas de este verano a recordar esta extraña vida y a cantar estos acontecimientos lejanos en el tiempo.